El Estado catalán

EL CORREO 19/12/13
LUIS HARANBURU ALTUNA

· El alma de Europa está llena de cicatrices y costurones que los nacionalismos provocaron con su febril lógica identitaria

El Estado, junto con la religión, nació hace 6.000 o 5.000 años. Eso es, al menos, lo que desde la antropología cultural afirman algunos. En su forma seminal, nace con la agricultura, cuando los humanos necesitan dotarse de leyes y normas para hacer posible la convivencia. Antes era el estado de naturaleza, en el que el interés personal primaba sobre cualquier otro. La religión junto con el Estado son dos artefactos humanos que nos han moldeado y nos han traído hasta la modernidad. Ahora que la religión parece declinar, el Estado cobra vigencia, tal vez, como paliativo o como nueva sacralización. Los catalanes, en todo caso, han tardado cinco milenios en descubrir que necesitan un Estado.

En su forma actual el Estado se conformó en Europa hace medio milenio y en el siglo XIX adquirió la forma constitucional del Estado de Derecho. En su día fue saludado por Kant y Hegel como la culminación del espíritu de la humanidad, luego vino Marx y lo rebajó a la categoría de monstruo depredador y opresor. Desde entonces, la izquierda europea lo miró con desdén y solo lo asumió con el adjetivo del bienestar. El Estado de bienestar pasó a significar el Estado corrector de la desigualdad constitutiva del ser humano. En España el Estado tuvo la carga ominosa del franquismo y la izquierda más radical siempre le puso la proa a todo lo que sonara a Estado. Afortunadamente, los españoles nos dotamos en la Transición de un Estado de Derecho que, aun con todas sus rémoras e imperfecciones, nos ha aportado prosperidad y paz. Tan solo los nacionalismos han abominado de nuestro Estado constitucional, pero siempre lo han hecho mientras se lucraban de sus bondades. La izquierda española no siempre ha atinado a defenderlo como el mejor marco de convivencia y de sus dudas y devaneos han sacado tajada política los nacionalismos. Son aún recientes los devaneos de Maragall y de otros líderes de fortuna. Hubo un tiempo en el que por necesidad táctica se llegó a cortejar a los nacionalistas.

Ahora, con la crisis económica y el deterioro de la marca España, los nacionalistas catalanes pretenden crear su propio Estado como si este fuera la panacea de todos los problemas. A tenor de las políticas que el Gobierno de Artur Mas trata de impulsar, se trataría de un Estado con afán homogeneizador e identitario, donde no importaría situarse en el extrarradio de Europa con tal de constituir una entidad política soberana. El castellano, actual lengua mayoritaria, de facto, en Cataluña, pasaría a tener el rango de lengua extraña y el perímetro de su territorio se erizaría con muros y fronteras. Se trataría de un auténtica regresión en la historia y cabría sospechar de una deficiente calidad democrática de sus instituciones, puestas al servicio del bien supremo de la recatalanización de sus gentes. Es también previsible que el nuevo Estado tuviera apetencias expansivas, mirando al resto de los paisos catalans, que según algunos pueden extenderse desde el Rosellón a Cerdeña. Pero, no dramaticemos, que ya de suyo es bastante dramática la esquizofrenia identitaria a la que las élites nacionalistas han conducido a la sociedad catalana.

Se cuentan por cientos de miles los nacidos fuera de Cataluña y los oriundos de otras partes de España cuyos mayores emigraron a Cataluña aportando su trabajo y su ilusión a la prosperidad de Cataluña. La imposición, por parte del nacionalismo, de la cuestión identitaria a la mayoría de la sociedad catalana, obligándola a optar por una identidad sobrevenida, causa un grave daño al pluralismo cultural y al mestizaje identitario. Los nacionalismos nunca repararon en los costes humanos y culturales de la imposición de su cosmovisión identitaria. El alma de Europa está llena de cicatrices y costurones que los nacionalismos provocaron con su febril lógica identitaria. Es una pena que la Cataluña que un día admiramos como un país tolerante y plural el nacionalismo la haya convertido en huerto identitario.

El Estado que los nacionalistas pretenden es un artefacto ‘ex novo’ que tiene un perfil desconocido y de cuya catadura institucional se ignora todo. Está en el aire su pertenencia europea y nada se sabe de su futura moneda. Tampoco se conoce su futura articulación territorial y es una incógnita su sistema de gobierno. Los Estados a los que trata de emular son precipitaciones culturales y políticas que se han formado lentamente en la historia. Contienen en su seno una gran diversidad de entidades, culturas y sentimientos de pertenencia. Son los recipientes del caudal de la historia. Y cada Estado es irrepetible en su añeja singularidad. Pretender construir un Estado solo con los materiales de construcción seleccionados por catálogo, es un despropósito que solo la huida hacia adelante puede explicar. Otros lo intentaron y solo cosecharon frustración y dolor.

Todos vivimos en situaciones cada vez más precarias en lo que a la soberanía se refiere. La soberanía plena es un imposible incluso para los Estados. Todos estamos concatenados en red y la soberanía solo es una ilusión que se comparte. Porque somos vascos o catalanes, somos también españoles y por ello europeos, que a su vez estamos regulados por tratados, leyes y convenios que nos atan a la humanidad en una tupida red. Es la co-soberanía lo que nos hermana y la que nos hace humanos. Hace 6.000 o 5.000 años los humanos comenzaron a labrar sus huertos y se dieron cuenta de que necesitaban un dios que velara por sus cosechas, pero sobre todo tomaron conciencia de que juntos podían labrar mejores campos. Nació la agricultura y con ella el Estado. Lo que ahora se pretende es la creación de un Estado, que más que a un campo de cultivo se asemeja a un invernadero insolidario. Un erial identitario.