José Antonio Zarzalejos-El Confidencial

  • Los presidentes autonómicos doblan el pulso al Gobierno y a los líderes nacionales del PSOE y del PP y están imponiendo, por la debilidad de aquel y de estos, una España desordenada, sin cohesión, medievalizada

En un artículo anterior ya se analizó cómo el propio Sánchez da por finiquitada la trayectoria del actual equipo gubernamental. Pero los acontecimientos se precipitan. La rendición de la ministra de Sanidad ante las comunidades que desafiaron las restricciones acordadas en el Consejo Interterritorial de Salud y que ella se empeñó en calificar de «obligatorias» para luego dejarlas en lo que son, simples «recomendaciones», es una muestra expresiva, aunque no la única, de una debilidad endógena del actual Consejo de Ministros. Que verá, además, cómo el Tribunal Constitucional, ahora en junio y luego en octubre, le reprocha sus dos declaraciones del estado de alarma porque mediante los reales decretos que los impusieron no se restringieron derechos fundamentales, sino que se suspendieron. Procedía, en consecuencia, la declaración del estado de excepción, que hubiese requerido la autorización previa del Congreso, con la garantía y legitimidad que ese respaldo parlamentario hubiese comportado.

Si los fallos del órgano de garantías constitucionales fuesen por esos derroteros se confirmaría que el Gobierno incurrió en deficiencias técnicas serias y practicó unas políticas de insuficiente sensibilidad democrática en el tratamiento de las libertades individuales y eludió al Parlamento. Siendo eso grave, lo sería tanto o más si el Constitucional —como parece— desautoriza también al Ejecutivo haber delegado de manera generalizada en los presidentes autonómicos unos poderes excepcionales en el segundo estado de alarma cuya titularidad la Carta Magna (artículo 116) entrega al Gobierno y solo excepcionalmente, y caso por caso, a los responsables de las comunidades (ley orgánica de 1981).

Entre la mala gestión de la pandemia, el talante gubernamental ante la crisis de Cataluña, su receptividad exorbitante a las demandas del nacionalismo vasco, el revolcón que sufrió en Murcia por el intento frustrado de desbancar con Cs a su presidente, López Miras, la debacle de su partido en las elecciones madrileñas del pasado 4 de mayo y la descohesión generalizada entre las comunidades autónomas en las que el PSOE carece de implantación institucional suficiente, o la que dispone es crítica con el Gobierno (Aragón, Extremadura y Castilla-La Mancha), son todas circunstancias que configuran una hegemonía de las baronías autonómicas que actúa con una displicencia inédita hacia las indicaciones del Gobierno central. Los líderes nacionales del PSOE y del PP tampoco salen bien librados de este nuevo paradigma autárquico del comportamiento autonómico.

Mañana se ventilan en Andalucía unas primarias en el PSOE para encabezar la lista de las próximas autonómicas. Se enfrentan el candidato de Ferraz —Juan Espadas, alcalde de Sevilla— y Susana Díaz, actual secretaria general de la agrupación socialista con mayor número de militantes (más de 46.000). Aun en el muy probable supuesto de que venza el favorito de Sánchez, su oponente obtendrá una cuota electoral sustancial de la militancia, cumpliéndose así la previsión de que el partido se dividirá en un territorio que aporta 61 diputados al Congreso en las elecciones generales. La de Espadas puede ser una victoria pírrica para Moncloa, más aún porque el mensaje que ha traslado en la campaña su oponente según la cual en la organización andaluza «no manda Madrid». Se extiende el «¡Viva Cartagena!» dieciochesco. 

En el ámbito del PP, las cosas no son muy distintas. Pablo Casado acudirá mañana a la concentración de Colón sin el arrope de los presidentes populares de Galicia, Castilla y León y Andalucía. Los tres han aducido excusas de ocasión, mientras que la compañía de Isabel Díaz Ayuso será arrolladora, de manera tal que unos por sus ausencias y la otra por el volumen de su presencia, difuminarán al líder del PP. En otras circunstancias diferentes, no sería pensable que Lambán, García Page, Fernández Vara, Susana Díaz, Moreno Bonilla, Fernández Mañueco y Núñez Feijóo mostrasen con tanto descaro su margen de actuación autónoma respecto de los líderes nacionales de sus organizaciones. Ni sería concebible que, en un alarde de insolvencia técnica y banalidad política, Ximo Puig, haya reclamado para todas las comunidades autónomas un Concierto Económico «si se lo dan a Cataluña». Perversa carrera de emulaciones desestabilizadoras del Estado. 

Los partidos regionales de Teruel o Cataluña y próximamente Jaén o Soria son una forma de feudalismo en el siglo XXI 

Se podrá aducir que el empoderamiento de los barones autonómicos es consecuencia del desarrollo del modelo de Estado constitucional. No es así, porque ocurre que en el sistema autonómico faltan, por desidia normativa, elementos institucionales de cohesión y escasean criterios políticos inmateriales como la lealtad y la solidaridad, de tal manera que más que presidentes autonómicos, más que barones territoriales, los jefes de gobierno de las comunidades se están comportando como boyardos, nombre que recibían los terratenientes medievales rusos y de otras zonas eslavas que gobernaban a placer y que solo respondían ante uno de ellos —el príncipe— que se configuraba como un ‘primus inter pares’, una forma precaria de reconocer su jerarquía. La metáfora sirve para explicar que el gobierno descoyuntado de Sánchez y los frágiles liderazgos partidarios a nivel nacional están afectando a intangibles de la democracia y a uno esencial: la ciudadanía, que es la condición que sitúa en plano de igualdad esencial a todos los españoles, más allá de las singularidades atribuidas a sociedades autonómicas diferenciadas por variables relativas. 

El sistema se ha medievalizado convirtiendo una España plural en una España desordenada y, al tiempo, desconcertada y que tiende al minifundismo político. Debido a esa dinámica dispersiva y emulativa, en un próximo Congreso de los Diputados tendremos representación al margen de los partidos nacionales, ya no solo de Teruel, Canarias, Navarra, Cataluña, País Vasco, Valencia, Cantabria…, sino también de Soria, de Jaén, de Cáceres y quién sabe si hasta de Tarragona como representante de la Tabarnia catalana. Ensimismamiento, repliegue, insolidaridad, identidad como vector representativo y egoísmo. De nuevo los nacionalismos cantonales, provincianos formateados en reivindicación territorial con líderes boyardos. Esto no es contemporaneidad. Es una forma de feudalismo en el siglo XXI. La inanidad del Gobierno —dependiente de los segregacionistas— y la pérdida de organicidad de los partidos, fragmentados en espacios territoriales impermeables entre sí, favorecen esta lamentable regresión política. Súmenle el zarandeo al Estado del separatismo catalán y tendrán el diagnóstico de buena parte de lo que nos sucede.