JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • En esta larga campaña electoral que se nos ha echado encima, los extremos van a forzar a los centrocampistas a competir en su terreno

Los episodios políticos más llamativos que protagonizaron el pasado mes de diciembre y que han ido sucediéndose en este de enero son como un ensayo general de lo que promete ser la campaña electoral que se desarrollará de aquí a finales de año. El último ha sido el que aún se arrastra del supuesto protocolo antiabortista del Gobierno de Castilla y León; el primero, cualquiera de los que salpicaron el tramo final del pasado año, desde la derogación de la sedición hasta la modificación de la malversación, pasando por leyes como las llamadas ‘trans’ o ‘sólo sí es sí’. Por diferentes entre sí que sean, comparten una nota común: la imposición de medidas ideológicas o programáticas por parte del socio o aliado menor al mayor. Como si quienes han prestado apoyo a los mayores quisieran cobrar, en este año electoral, lo que su lealtad se ha ganado. El partido se jugará, según esto, por las bandas, y los extremos condicionarán campaña y resultado.

El meollo del debate no será, pues, en ninguno de los casos, sustantivo. Nada importará lo que esas medidas signifiquen en sí mismas. Sólo lo hará el daño que al mayor puedan infligir las que el socio o aliado menor le fuerce a aceptar y el provecho que de ellas saque el adversario. El caso más cercano es el del citado protocolo antiabortista que Vox dijo haber acordado con el PP en Castilla y León y que tanto desazón ha causado a éste como ventaja competitiva regalada al PSOE. Pero antes, en el lado opuesto, fueron, o bien las arriba mencionadas leyes cuya aprobación impuso ERC a su aliado socialista a fin de desinflamar el conflicto catalán, o bien las que Unidas Podemos logró sacar adelante para dar satisfacción a los suyos a costa de la incomodidad de su socio de gobierno.

Como puede observarse en todos estos casos, la cuestión no se centra en el contenido de la medida aprobada, sino en la ventaja que de ella obtenga quien pueda declarar a su adversario rehén de su socio o aliado menor. «Partido intervenido» ha sido la muletilla empleada para el caso por Feijóo. Y es que lo decisivo en la campaña consistirá en convencer al elector de que «su partido de toda la vida» se ha visto arrastrado por su socio al radicalismo más extremo de derechas o de izquierdas y de que ha dejado, por ello, de ser el mismo en que había confiado. La campaña se convertirá así en una batalla de relatos o «guerra cultural», en vez de ser un debate ordenado sobre cuestiones programáticas de orden socioeconómico o de servicios públicos.

No cabe duda de que tales relatos y guerras, en contraposición con el rigor que exige el debate sobre áridas cuestiones de economía o servicios, son más facilones para quien los esgrime y llegan mejor al ánimo del destinatario. Se prestan mejor, además, a la agitación emocional que tanto rédito da a la hora de movilizar electores. Pero, por otra parte, sus efectos son tan imprevisibles como impredecible es el sentido que adopten unas emociones que, por su naturaleza irracional, se exponen a írsele de las manos a quien las agita. Y, en el caso de nuestro país, no juegan, encima, en campo neutral.

Por el contrario, las guerras culturales que suelen darse en España tienen, de entrada, un sesgo favorable a uno de los bandos. Así lo ha querido, entre otras causas, la historia. Frente a la asociación con progresismo y modernidad que la izquierda se ha ganado sin que nadie le haya llevado la contraria -libertad, igualdad y fraternidad son, después de todo, el lema de su origen y la guía de su relato-, la derecha no ha logrado sacudirse del todo -y no sin culpa- los residuos del reaccionario integrismo que aún la lastran. El pasado más reciente, con el que no ha roto de manera valiente y decidida, aún la persigue. Y esa vacilación se ha hecho aún más sospechosa de connivencia ahora que la sombra de Vox, más tóxica, en opinión general, que las que se proyectan desde el otro polo, se cierne sobre su presente y futuro.

De nada valdría a estas alturas embarcarse en una discusión racional sobre la injusticia de esta percepción. Los gestos, más que las palabras y las emociones, más que las razones, son las armas con que se libran las guerras culturales que alumbran el relato. Así que, entre la aridez del debate socioeconómico y la adversidad del relato y la guerra cultural, mucho tendrá que esforzarse la derecha que se dice centrada para entablar la batalla en un terreno, cuando menos, neutral, ya que no favorable.