José Luis de la Granja-El Correo

El reto de Urkullu es si quiere pasar a la historia como el artífice del tercer Estatuto, acordándolo con el PSE, o si va a repetir los errores de Estella

El próximo día 31, festividad de San Ignacio de Loyola, se cumplirá el 125 aniversario de la creación del PNV, que va a celebrar ante la estatua de su fundador, Sabino Arana, en Bilbao, con alegría por su reciente victoria en las elecciones autonómicas. Cuando se analizan los factores de sus continuos éxitos electorales, conviene tener en cuenta algunas claves históricas del PNV que contribuyen a explicarlos, partiendo de su origen.

El 31 de julio de 1895 se constituyó la primera dirección del PNV en Bizkaia con siete miembros, siendo el presidente Sabino Arana y su hermano Luis el vicepresidente. Las bases del nuevo partido se habían sentado en los dos años anteriores con el periódico ‘Bizkaitarra’, obra de Sabino, quien se declaró «anti-liberal y anti-español», y con el ‘Euskeldun Batzokija’, el embrión del partido. A su pequeño núcleo inicial, muy radical, se unió en 1898 el grupo fuerista encabezado por el naviero Ramón de la Sota.

El poder en el PNV estuvo en manos de su líder carismático Sabino Arana hasta su muerte en 1903. En apenas un decenio de vida política evolucionó a través de tres etapas distintas: de 1893 a 1897 fue nacionalista radical y católico integrista; de 1898 a 1902 se comportó como un político pragmático: siendo diputado provincial de Bizkaia, propuso crear un «Consejo Regional» de las diputaciones vascas; y en el último año de su vida propugnó sustituir al PNV por la Liga de Vascos Españolista (sinónimo de regionalista). Su «evolución españolista» fue un caso de oportunismo político, como él mismo reconoció: «Prosigamos siendo oportunistas» (‘La Patria’, 10-5-1903).

Tras su muerte, el PNV aunó esos rasgos de su mitificado fundador: el radicalismo ideológico, el pragmatismo político y el oportunismo en algunos momentos. Esto le permitió negociar con fuerzas dispares, aliarse con el carlismo en 1931 y con el Frente Popular en 1936, gobernar con partidos republicanos, socialistas, comunistas y abertzales desde la Guerra Civil hasta nuestros días.

Sus tendencias radical y moderada llegaron a una solución de compromiso en el manifiesto de 1906: la doctrina aranista, sintetizada en el lema «Dios y Ley Vieja» (JEL), era intocable; pero su meta no iba a ser la independencia ni la autonomía, sino la restauración de los Fueros derogando la ley de 1839; de ahí arrancó la ambigüedad calculada del PNV. Desde entonces fue un partido de orden, que se expandió fuera de Bizkaia, su feudo, y se configuró como una amplia comunidad interclasista con numerosos organismos sectoriales y una red de batzokis, esparcidos por la geografía vasca; pero siempre con un neto desequilibrio territorial, siendo su talón de Aquiles Navarra, «nuestro Ulster», según Manuel Irujo.

A lo largo de su historia el PNV se ha caracterizado por el movimiento pendular entre el radicalismo y el pragmatismo, que se ha dado entre sus corrientes internas y también entre sus líderes. Por ejemplo, Irujo, «el ministro del Estatuto», y el lehendakari Aguirre se radicalizaron durante la II Guerra Mundial, pero volvieron a la moderación en 1945. Xabier Arzalluz fue moderado en la Transición y radical en el Pacto de Estella (1998).

Una constante del PNV ha sido la rivalidad entre las tendencias que coexistían en su seno, cuyo enfrentamiento provocó varios cismas: los radicales se escindieron en 1921 (Aberri), 1934 (Jagi-Jagi), 1959 (ETA) y 1986 (Eusko Alkartasuna), mientras que en 1930 se separaron los nacionalistas de izquierda (ANV). Casi siempre en la historia del PNV ha prevalecido su sector más pragmático, el cual marchó por la vía autonómica en la Restauración, la II República y la Transición. Por eso, el PNV rechazó formar un frente nacionalista en los años 30, en el tardofranquismo y en 1977, año en el que optó por el frente autonómico con el PSE.

En el siglo XX el PNV obtuvo sus mejores resultados electorales cuando apostó por la moderación y el autonomismo: así, en 1917-1918, en 1933-1936 y desde 1977 hasta la escisión de EA. En estas últimas coyunturas el PNV logró los dos mayores triunfos institucionales en toda su historia. El primero fue la aprobación del Estatuto de 1936, fruto del pacto entre José Antonio Aguirre y el líder socialista Indalecio Prieto, del cual nació el primer Gobierno vasco. Y el segundo fue el Estatuto de Gernika (1979), que ha dado lugar al mayor autogobierno en la historia de Euskadi durante las últimas cuatro décadas, en las que el PNV ha sido el partido hegemónico y ha gobernado hasta hoy, salvo el trienio del Gobierno socialista de Patxi López.

En cambio, el PNV fracasó cuando aprobó proyectos radicales que dividieron a la sociedad vasca en dos bloques antagónicos por motivos religiosos o políticos. Tal fue el caso del Estatuto clerical de Estella, que pactó con el carlismo y naufragó en las Cortes republicanas de 1931. Y también fracasó, en el Congreso en 2005, el Plan Ibarretxe, que fue consecuencia del Pacto de Estella con la izquierda abertzale y contribuyó a que el PNV perdiese el Gobierno vasco en 2009, la única vez desde 1936.

La vuelta del «péndulo patriótico» del PNV al pragmatismo con Iñigo Urkullu le ha permitido no solo recuperar el Ejecutivo en 2012, sino también conseguir más poder institucional que nunca en Euskadi y Navarra. Desde 2016 su Gobierno tiene consejeros jeltzales y socialistas. La coalición PNV/PSE ha sido la base de muchos gobiernos vascos durante 58 de los 84 años que han transcurrido desde 1936.

En la nueva legislatura, el reto del lehendakari Urkullu es el dilema político ‘Gernika o Estella’: si quiere pasar a la historia como el artífice del tercer Estatuto vasco de autonomía, cuyo símbolo es Gernika, acordándolo con el PSE, su socio de gobierno, o si va a repetir los errores del PNV en Estella (1931 y 1998), aprobando un proyecto soberanista con Bildu, condenado a perecer en las Cortes como el Plan Ibarretxe.