La Constitución, año 35

EL CORREO 06/12/13
MANUEL MONTERO

· El problema es que el reformismo se desplaza con rapidez hacia la enmienda a la totalidad

Al cumplir 35 años resulta peculiar la imagen pública de la Constitución. Se mueve entre la ñoñez y el ensañamiento, pasando por la ignorancia, la idealización colateral y el afán reformador a toda costa. Está todo muy fragmentado, se dirá, pero algunas de estas posturas aparentemente contradictorias coinciden en los mismos protagonistas.
Sucede así con la cursilería y el desconocimiento, que se juntan. Los podemos encontrar en el tratamiento habitual que dan a la Constitución los medios de comunicación y parte de nuestra clase política. Cuando llega el aniversario siempre es lo mismo. Los noticiarios se recrean en la efeméride, hablan de la Transición, del consenso de aquellos tiempos y de poco más. Como mucho dicen que ha servido para la convivencia, pues da en frase hecha, pero pueden las imágenes simplonas que recrean de forma remilgada el origen de la Constitución. Se ponen estupendos los políticos y comunicadores, pero resulta dificilísimo encontrar visiones que transmitan el contenido de la Constitución, qué valores tiene, por qué merece celebrarla. Qué quiere decir tolerancia, pluralismo, libertad o mismamente democracia, no digamos ya reglas de juego constitucionales.
No es de hoy esta combinación de pedantería e ignorancia constitucionales. Nuestro régimen democrático nunca ha hecho el esfuerzo de comunicar sus virtudes, pues alguna tiene. Se ha quedado en el autobombo superficial. Esta insustancialidad constitucional resulta más lacerante según pasa el tiempo. Sobre todo ahora, cuando proliferan las embestidas anticonstitucionales, que cargan vehementes. La mayor parte de los embates vienen de sectores que por una cosa u otra –porque no liberaba nacionalmente o por sus insuficiencias revolucionarias– nunca la apoyaron. Con todo, sorprende que las afirmaciones que contraponen democracia a Constitución queden sin respuestas políticas, o lleguen con cuentagotas. Son esas imágenes que aseguran que la Constitución es un tapón a la ‘auténtica democracia’ como si el asamblearismo antisistema (en sus variantes más y menos bárbaras) o el sectarismo independentista pudiesen considerarse siquiera que forman parte de la misma familia conceptual que la convivencia democrática. Pero se oyen, mientras la política constitucional se pierde en sus versiones acarameladas de los tiempos de la Transición.
O peor. No resulta infrecuente que si les viene bien o para salir del paso los políticos constitucionalistas insinúen que les gusta el rupturismo: lo hacen a trozos y para que no les digan carcas, exhibiendo a ratos el republicanismo sectario que se lleva esta temporada, el misterioso derecho a decidir o los equívocos que equiparan democracia y la satisfacción de todos los deseos socioeconómicos. La imagen constitucionalista del sistema constitucional se fragmenta en migajas, una vez que su disfrute se hace compatible con la asunción a tiempo parcial (y, lo peor, no explicada) de retóricas reticentes, algunas de ellas de filiación antisistema.
Aparentemente en las antípodas, pero formando parte del mismo cuadro descuadrado de nuestra Constitución 35 años después, está ese recurso del político que cuando le cuadra llama a recuperar ‘el espíritu de la Transición’. Abundan las circunstancias en las que sería más que deseable algún consenso –las medidas educativas, algunos aspectos del tratamiento de la crisis–, pero la invocación, que da en ritual, parece suponer que seguimos en la Transición, que acabó ya hace más de treinta años.
Esta imagen de que vivimos una transición perpetua hace estragos y explica esas apelaciones a ‘una nueva transición’, una ‘auténtica transición’, la ‘segunda transición’ o a acabar la (mal) ‘llamada Transición’, que tales expresiones podemos encontrar en distintos sectores desde hace unos años. Tras un par de décadas en las que parecía reinar una cierta satisfacción política con la democracia constitucional, retornaron los afanes del reformismo perpetuo. La Constitución necesita alguna enmienda, pues sería raro que en 35 años de cambios tan profundos no hubiese desajustes. El problema es que el reformismo se desplaza con rapidez hacia la enmienda a la totalidad. Además, las propuestas reformadoras no suelen partir del análisis de las disfunciones que presenta la Constitución, sino del gusto por cambiar la realidad. Será razonable la propuesta federal –aunque triunfa la idea de que consistiría no en una racionalización sino en la fragmentación en soberanías cantonales–, pero no podrían achacarse a la Constitución los desfases autonómicos que se han producido: cuesta imaginar un texto que hubiese sido capaz de frenar los ímpetus soberanistas de los barones autonómicos socialistas y populares, cuya voracidad no ha quedado a la zaga de los nacionalistas.
Y la política española acaricia una nueva tentación, la de enarbolar electoralmente propuestas de reforma constitucional, para que se enteren los otros. Como si fuese posible cambiarla sin la participación de alguno de los grandes partidos, a constitucionalazo limpio.
Aun así, no todo son motivos para el pesimismo. La Constitución de 1978 es con diferencia la segunda con mayor duración en la historia de España –sólo la supera la de 1876, que estuvo vigente 47 años– y, agorerismos al margen, no ha sufrido grandes convulsiones ni amenazas. Hay una razón para la confianza: la experiencia de la Transición y posterior demuestra que el sentido común de la ciudadanía suele imponerse a las fantasías de los partidos. Así que afortunadamente tendremos Constitución para rato.