José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
  • La derecha democrática española debe negarle la razón a Ernesto Sábato según el cual «no se puede luchar durante años con un enemigo sin terminar por parecerse a él»

Si queremos que la dinámica institucional española siga deteriorándose hasta el colapso, animemos a los responsables políticos a que cogiten con las tripas y no con el cerebro. En muy poco tiempo, la respuesta visceral a determinadas políticas gubernamentales también viscerales nos llevará a una crisis constitucional de dimensiones inmanejables. La conducta taimada del adversario no justifica que lo sea también la propia. El incumplimiento del espíritu constitucional no amerita transgredir su letra. Imitar los defectos y los errores de los contrincantes no es una virtud. Y, sobre todo, implica una pérdida de legitimidad y de autoridad moral irrecuperables en el debate democrático. En relación con el Consejo General del Poder Judicial, su perseverancia en el error ofrece la oportunidad al Gobierno para descargar los suyos sobre ese órgano constitucional e imputarle la responsabilidad en la crisis institucional. Su comportamiento ilegalmente dilatorio es un error del Poder Judicial porque, además de perseverante, también es torpe. 

El CGPJ, tras la digna renuncia de su presidente, Carlos Lesmes, que intuía lo que está ocurriendo, no puede continuar en una actitud obstruccionista que es lamentable y debe dar cumplimiento a la obligación que le ha impuesto la segunda reforma de la su ley orgánica y, de inmediato, nombrar a los dos magistrados del Tribunal Constitucional que le corresponden por mandato del artículo 159 de la Constitución. El órgano de gobierno de los jueces —con un presidente suplente y con todos sus vocales en prórroga ya más de cuatro años— no puede ampararse en argumento alguno que, en un Estado de derecho, justifique la demora.

Podrán argüirse muchas coartadas. Pero no dejarán de serlo porque, si creemos en el imperio de la ley según la cual el CGPJ debía nombrar antes del 13 de septiembre a dos magistrados del Constitucional para que el Gobierno nombrase —como ha hecho— los suyos y elevar los cuatro al TC para renovarlo por tercios, eso es lo que debe hacer de inmediato y sin más demoras. Y no es posible oponer que son incapaces de acordar dos nombres de juristas que procedan de la magistratura, de la abogacía o de la Universidad. No les pagamos para exhibir impotencias, sino para demostrar eficacia y cumplir con su deber. 

El hecho de que a millones de ciudadanos no nos gusten determinadas políticas gubernamentales; la circunstancia de que creamos, con mayor o menor conocimiento de causa, que el Ejecutivo juega tramposamente en ocasiones con los principios intangibles de la Constitución; la certeza moral que suscita en muchos los espurios tratos y acuerdos del Gobierno con los que desean destruir el Estado; la constancia de que el presidente del Gobierno es un político narcisista y con una ambición desordenada de poder, no son argumentos que justifiquen en modo alguno que se incumpla la ley. A esas mañas gubernamentales se las combate con el ejercicio de la política en tantos cuantos foros sean posibles, pero jamás dañando el sistema institucional que enfáticamente se dice defender frente al actual Consejo de ministros. Ya lo advirtió Jacinto Benavente: «Bienaventurados nuestros imitadores, porque de ellos serán nuestros defectos». Pues bien: algunos de los defectos del Gobierno están siendo imitados por quienes deben dar ejemplo de sentido institucional.

Quizás haya llegado el momento de que la derecha democrática española en todos sus ámbitos entienda que la estrategia para combatir a su adversario —Sánchez y su coalición— está siendo confundida y que al errar en ella se están comprometiendo elementos estratégicos de nuestra arquitectura constitucional: hay que renovar el Consejo General del Poder Judicial porque así lo manda la Constitución y hay que renovar por tercios cada tres años y por nueve años a los miembros del Tribunal Constitucional y hacerlo mediante una razonable negociación. Es imprescindible regresar al funcionamiento pleno y normal de una y otra institución.

No es cuestión de que se ceda, sino de que se asuma el deber, aunque el Gobierno haya contribuido no poco a crear la situación actual 

Tampoco puede zafarse el CGPJ de sus obligaciones esgrimiendo reproches a los nombramientos de los dos magistrados del Gobierno, aunque sean, sí, especialmente desafortunados. También lo fueron los acordados en el Congreso entre el PP y el PSOE en octubre del año pasado. Ni siquiera es consistente en las actuales circunstancias que se trate de evitar con una demora sine die la presidencia del Tribunal Constitucional de un magistrado de acreditado sectarismo, afectado de egotismo y de maneras y comportamientos fuera de los registros habituales en esos niveles de formación y responsabilidad. El incumplimiento de la ley lleva a un conflicto constitucional que debe evitarse. Y no es cuestión de que se ceda, sino de que se asuma el deber, aunque el Gobierno haya contribuido no poco a crear la situación actual al impulsar torticeramente la reforma por dos veces de la ley orgánica del Poder Judicial. 

Si no se parte del principio de que tanto la letra como el espíritu de la Constitución —léanse los debates de los constituyentes— son los elementos esenciales de una convivencia democrática, si no se interioriza que los cambios de poder proceden de la soberanía popular en las urnas o del éxito de determinados mecanismos constitucionales (la moción de censura o la de confianza, ambas previstas en los artículos 113 y 114 de la Constitución), el sistema entra en barrena, descarrila y el populismo —de uno y otro signo— terminará por apoderarse de nuestra convivencia, como ha ocurrido en otros países. En palabras de un ilustre administrativista, nos introduciríamos en un «caos constituyente» en el que adquiriría sentido para la izquierda la reivindicación de Sánchez del «republicanismo luminoso» al que se refirió el pasado día 28 con motivo del primer aniversario del fallecimiento de Almudena Grandes.

Cúmplase la ley, cámbiese cuando existan mayorías, díctense otras de mayor calidad, pero obsérvense los mandatos constitucionales 

Si los vocales del Consejo no son capaces de cumplir de inmediato con su obligación legal, que se vayan, como ha hecho dignamente su presidente, Carlos Lesmes. Pero no tienen derecho a trabar la facultad del Gobierno de nombrar definitivamente a los dos magistrados que corresponden al Consejo ni a poner en una situación imposible al Tribunal Constitucional que, quizás, se vería abocado a una situación de colisión tanto con el Gobierno como con el propio CGPJ. En definitiva, si se pretende que España no se despeñe —otra vez más— cúmplase la ley, cámbiese cuando existan mayorías para hacerlo, díctense otras de mayor calidad, pero obsérvense a rajatabla los mandatos constitucionales.

En fin, la derecha democrática española debe mirar al horizonte y negarle la razón a Ernesto Sábato según el cual «no se puede luchar durante años con un enemigo sin terminar por parecerse a él». 

PD. Recibo del hispanista francés Benoit Pellistrandi, autor de La fractura de España, un email en el que, entre otras cosas, me dice: «Creo que quiero tanto a España que me apasiona reflexionar sobre su historia y su presente (nada esperanzador). Y creo que es un deber estar atentos para salvar el legado de la Transición democrática: ha sido una contribución importantísima al enriquecimiento de la cultura política europea […] Y me duele que los españoles estén olvidando esta contribución tan fecunda al espíritu europeo».