Matadero

ABC 04/01/14
DAVID GISTAU

· La gracia que nos concedió ETA al interrumpir los asesinatos ha inspirado un malsano agradecimiento

La autoestima española es tan quebradiza que tiende a venirse abajo hasta cuando una empresa privada de construcción es superada por las condiciones de un contrato. A este paso, nos desmoralizará personalmente que un comensal inglés pida en Londres una botella de vino español y al abrirla lo encuentre picado: «Esto es terrible para la Marca España», diremos, compungidos. Lo significativo es el regodeo ante cualquier forma de fracaso que pueda ampliarse al ámbito colectivo. Regodeo equivalente al de los medios de masas que con gran fruición descargan cada día una granizada de estudios y estadísticas que no tienen otro objeto que impedirnos olvidar que somos una mierda. Cualquier pretexto, hasta Finlandia, es válido para la mortificación, para el chapoteo en el complejo de inferioridad, para ser Ozores en Nueva York, y serlo a gusto. En esto, estoy de acuerdo con García Domínguez, que se refiere a la «termita» interior, vinculada al 98, y que nos fue inoculada en el preciso instante en que dimos por bueno el relato propagandístico que en tiempo de guerra nos impusieron enemigos históricos que ya ni lo son, puesto que nos usan de playa al alcance del vuelo chárter.

El proyecto democrático, que discutió hasta el pasado fundacional, no ha sido capaz de construir una forma de orgullo que no esté abocada a quedarse varada en el casticismo o en la reminiscencia franquista. Ésa es la otra Leyenda Negra interiorizada: la que procede del nacionalismo, que ofrece en el auto-odio español una vía de salvación progresista. Como si el sentido de pertenencia y la motivación para ser país fueran una patología de corte fascista que obliga a una reprogramación del individuo como la del Álex de Burgess con esparadrapo en los párpados. A partir de cierto grado no muy exigente de inteligencia, esto no se compensa con el mensaje de que tenemos que regocijarnos con la posibilidad de ser caricias, gracejo y jamón.

Esta ausencia de orgullo y de estímulo de pertenencia, que en otros países han constituido la fuerza para remontar tiempos aún más sucios, destructivos y deprimentes que éste –Alemania se reinventó con una apetencia inaudita después de Auschwitz: qué son Bárcenas y toda la corrupción comparados con eso, qué son nuestros avergonzamientos de ser–, nos deja sin contrapesos para muchas cosas que suceden ahora. Para la propia crisis. Para la expansión de odio y desprecio independentista. Incluso para el infame acto ajeno a todas las hipótesis de la evolución moral «abertzale» en el que sesenta asesinos en serie etarras serán presentados como modelos heroicos sociales y cuya única justicia poética será que transcurrirá en un matadero.

A este respecto, en los últimos días, en conversaciones tanto privadas como radiofónicas, he percibido que aún opera cierta tendencia a considerar tolerables estas inmundicias. Está el cansancio, por supuesto. Pero también ocurre que la gracia que nos concedió ETA al interrumpir los asesinatos ha inspirado un malsano agradecimiento según el cual todo lo demás es admisible. Hasta la renuncia a reñir valores demasiado fatigosos para una sociedad sin autoestima que no atiende a ideales de dignidad porque se conforma con el propósito rasante de la comodidad. Y porque la complace más confirmarse como fallida. Ante el matadero, el físico de Pasajes y el mental de la «solución al conflicto», sólo las víctimas han obtenido, por el cauce de la tragedia personal, una imitación a escala de la sociedad fuerte y cohesionada que ya ni aspiramos a ser. La del «United We Stand», por ejemplo.