IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO

En su día recibí la noticia del nombramiento de Nadia Calviño como ministra y vicepresidenta con alborozo, dada su demostrada capacidad y su experiencia europea. Después asomó la desilusión al comprobar que parecía abducida por el espíritu imperante en el gabinete, muy lejos de su acreditada profesionalidad. Verle al lado del presidente, riéndole las ocurrencias y soportando sin inmutarse los discursos vacíos y enloquecidos de sus socios me causó pena y zozobra. Pero hay que reconocer que continúa atesorando una buena parte del escaso sentido común que adorna al gabinete.

Con sus declaraciones de ayer recuperó mucho de mi estima, pues me parecen muy importantes. Hace meses titulé mi comentario así: ‘Si no nos salva Nadia, no nos salva nadie’. Hoy rebajo el entusiasmo pero sigo pensando que ‘menos mal que está Nadia’. No se trata de oponerse, porque sí, a una subida del nivel propuesto para el salario mínimo. Pero ella dijo, con razón, que había que encontrar un equilibrio. Equilibrio, ¿con qué exactamente? Pues afirmó que con «la creación de empleo y la bajada del paro juvenil». Se han hecho muchos cálculos al respecto pero no se han llegado a conclusiones concluyentes y definitivas sobre el impacto que provocan las subidas del SMI en el empleo. Pero Nadia Calviño se muestra prudente, lo cual es de agradecer y demuestra que conoce bien la situación real del empleo, aunque a veces juegue al despiste. No como la siguiente vicepresidenta en el escalafón, Yolanda Díaz, quien cree que el mundo real debe plegarse siempre a sus deseos y actuar según sus dictados, aunque se enfrenten a las conveniencias de los destinatarios que han de llevar a la práctica sus ideas tan progresistas. Esas que piensan que el progreso consiste en dar subvenciones a diestra y, sobre todo, a siniestra y que crear decenas de miles de empleos, como hace Juan Roig, es una indecencia.

El problema de fondo consiste en plantear una única instrucción para un mundo tan diverso como es el del trabajo. El salario mínimo no debería ser uniforme y ajeno a cosas como la productividad, la situación de la empresa, su sector de actividad y su localización geográfica. Por eso, decretarlo desde la altura de la moqueta ministerial, lejos de la taladrina de los talleres, de los tractores del campo o de los volantes del transporte conduce en general a errores de bulto que empeoran lo que está mal y entorpecen lo que está bien.