Miedo

 

El terrorismo siempre acaba decepcionando a los bienpensantes. Los tiempos nuevos son tiempos difíciles. Sería conveniente reconocer que los españoles podemos sentir miedo. Quizá entonces empezaríamos a entendernos.

ES el Tema Candente: el pueblo soberano ¿votó lo que votó el 14 de marzo con ánimo tranquilo y mesurado o lo hizo sobrecogido por el terror? Rodríguez Zapatero ha decretado que sólo plantear el segundo supuesto es ya indecente. Mucho me temo que, al pueblo soberano, la opinión sobre el particular del nuevo líder pacifista mundial le deja más bien frío, porque la cuestión sigue discutiéndose en cada esquina. Es lógico que a los vencedores en los comicios les halague la hipótesis contraria, pero hasta el más zopenco la percibe como la menos probable de las dos. De modo que el Partido Zapatista Obrero Español ha optado por sentar el dogma nacional-sindicalista de la incompatibilidad metafísica del miedo con el carácter de los españoles.

Ahora bien, si no se vota por miedo, ¿por qué se vota? ¿Qué otra razón cabe? Yo confieso que voté lo que voté el 14 de marzo por miedo, y no por miedo a quedarme sin empleo (que sería un motivo tan legítimo como cualquier otro), sino por miedo a Rodríguez Zapatero, a Ibarretxe y a Carod Rovira. No a Llamazares, desde luego (el castrismo de IU es un tigre de papel higiénico comparado con el proyecto de animar el cotarro que impulsan de consuno los nacionalismos y la izquierda serena y dialogante). La gente vota lo que vota por puro canguelo, y negarlo parece un ejercicio de consumado cinismo por parte de quienes hace un mes auguraban catástrofes, estallidos de España y qué sé yo si el PP seguía otros cuatro años en el gobierno. Sostener que hay pueblos inmunes al miedo no será una indecencia, pero sí una majadería. El miedo es un existenciario, como la angustia, que se le asemeja mucho. Toda la cultura humana (e incluyo en la misma a Almodóvar y Goytisolo) consiste en una vana tentativa de exorcizarlo. En el fondo, somos muy poquita cosa: nos sale un bulto en el cuello, se nos infecta un uñero, tomamos un tren equivocado y adiós muy buenas. Como para no tener miedo.

El problema no es tanto decidir si la gente votó con o sin miedo, como saber la clase de miedo con que votó y la intensidad del mismo. Creo que el miedo (que se contagia con facilidad) o, más exactamente, los miedos de los españoles cambiaron cualitativamente entre el 12 y el 14 de marzo. Los miedos muchos, para empezar, se unificaron, convirtiéndose en eso que los antiguos llamaban pánico. De pronto, todos -incluso Arnaldo Otegui- nos dimos cuenta de que vivimos en un mundo bastante parecido a aquel estado de naturaleza del que hablaba el viejo y querido Hobbes, un mundo donde cualquiera te puede matar porque sí, porque se le antoja. Porque vives en Madrid, porque te bajas en Santa Eugenia o porque estudias Telecos. Un mundo donde bastan unos kilos de dinamita, un teléfono móvil, una mochila y un horario de trenes de cercanías para fabricar un arma de destrucción masiva. Un mundo donde el enemigo no está bien localizado ni definido (puede ser un terrorista vasco, un integrista marroquí o un minero de Gijón). Supongo que resulta tranquilizador echar las culpas al gobierno, a los americanos o a la señora del piso de abajo. El recurso al chivo emisario es el más antiguo y estúpido de los expedientes para sacudirte el miedo. Lo que pasa es que inmolas al chivo y todo sigue como antes.

Sin duda, representaría un alivio para quienes, en vísperas de las elecciones, sostenían bravamente la tesis de la autoría islamista de los atentados del 11 de marzo que ETA se declarara responsable de la colocación de la bomba en la vía del AVE Madrid-Sevilla, pero el terrorismo siempre acaba decepcionando a los bienpensantes. Los tiempos nuevos son tiempos difíciles. Sería conveniente reconocer que los españoles podemos sentir miedo. Quizá entonces empezaríamos a entendernos.

Jon Juaristi, ABC 4/4/2004