Juan Carlos Girauta-ABC

El cuadro es tan lamentable que lastra las propias definiciones

La única duda que me queda sobre la guerra cultural es si la debo librar a solas o en compañía. La segunda opción se hace muy pesada cuando el mundo liberal y conservador se niega a aprender los rudimentos de la disciplina: crea tú el marco de los debates o perderás; niega in límine las premisas ajenas o perderás; no te pongas a la defensiva o perderás; ahoga al contrincante en datos multidisciplinares; habla siempre para tu público independientemente de tu supuesto interlocutor; lee e infórmate más que el resto; sé claro y directo. Esto es solo el abecé.

Aquí libramos nuestra particular batalla de ideas dentro de la guerra cultural occidental. Por las razones que sea, en el pensamiento liberal-conservador inciden autores franceses, estadounidenses, canadienses, pero aún falta que una voz española se convierta hoy en referencia mundial. (Usamos «liberal» en su acepción española, no estadounidense).

Las razones últimas de tan escandalosa insignificancia exigirían un tratado. Sin duda tienen que ver con unas élites narcolépticas, con complejos enraizados, con un entorno universitario catastrófico y con un maniqueísmo extremo en el espacio público. El cuadro es tan lamentable que lastra las propias definiciones.

Por ejemplo, nada más absurdo que seguir reconociendo como progresista a la reaccionaria izquierda contemporánea, puritana, supersticiosa, tecnófoba y simplista. En Francia algunos han preferido «nueva izquierda» para designar al conjunto de causitas atomizadas, ligadas hoy por una obsesión identitaria, que ha sustituido a la izquierda clásica. No es mala etiqueta; en dos palabras se agrupa, se recuerda el origen y se subraya la renuncia. Aquí hemos ensayado con «progres» y aun con «progreísmo», que no acaban de funcionar. Hasta hemos cedido con ironía, decía, lo inmerecido: progesismo sin más. Pero ni se capta la ironía ni mucho menos se compensa el mazazo contrario de «facha», con el que se paraliza a las almas temerosas, que son casi todas. «Rojo» es una pésima elección. No dice nada del actual estado de cosas, regala los oídos del contrincante y, además, hace clásico y respetable a lo nuevo y despreciable. Esta es una lucha por la superioridad moral e intelectual; el adversario no va a aceptar las tablas. El señalamiento, el sambenito, el ostracismo, la muerte civil de sus detractores son las armas de la nueva izquierda. Parece que he escogido al fin.

«Políticamente correcto» parece un rasgo más, no es comprehensivo, no tiene fuerza. Incluso se podría tomar como un halago. Y mientras divagamos sobre el etiquetado, nos perdemos lo primordial: la nueva izquierda es la dueña de las narrativas públicas. Una razón principal es que los demás no hacen propuestas en positivo. Se limitan a reaccionar a los embates de un ejército retórico al que solo le falta presentarse en las tertulias de uniforme. Como los buenos no aprenden, mejor solo.