¿Reforma constitucional o ruptura?

JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 23/02/15

Javier Tajadura Tejada
Javier Tajadura Tejada

· El inmovilismo no es una alternativa realista a nuestra crisis política e institucional.

Andoni Pérez Ayala advertía recientemente que, como consecuencia de los numerosos comicios convocados para este «año multielectoral», nuestro sistema político va a experimentar cambios profundos. Las últimas encuestas electorales confirman, una tras otra, que el sistema de partidos que conocemos desde hace décadas va a ser reemplazado por otro. Los partidos hasta ahora mayoritarios (PP y PSOE) que juntos obtenían un porcentaje de votos superior al 80%, podrían ver reducido sustancialmente su respaldo electoral a niveles próximos al 50%. Partidos de nueva creación, como Podemos, podrían obtener un respaldo en torno al 20%.

Pero respecto a la naturaleza y al alcance de esos cambios políticos e institucionales existe una gran confusión. En todo caso, las diferentes posiciones políticas pueden ser agrupadas en tres bloques. En primer lugar, la de quienes se oponen a cualquier cambio constitucional. Con el argumento ignaciano de que en tiempos de tribulación lo mejor es no hacer mudanzas, los partidarios del inmovilismo constitucional rechazan la apertura de un proceso de reforma de la Constitución de 1978. El presidente del Gobierno es el más insigne representante de esta posición. Mariano Rajoy responde siempre que, ante la inexistencia de las condiciones políticas adecuadas para ello, y la ausencia de un consenso claro sobre el alcance de la reforma, ésta debe ser descartada.

En el otro extremo se sitúan aquellos que dan por acabado lo que despectivamente califican «el Régimen de 1978». Desde la consideración de que la Constitución de 1978 y el proceso histórico del que nace –la Transición política– son los responsables de la corrupción actual y de todos nuestros males se aboga abiertamente por la destrucción de la Constitución. Pablo Iglesias, líder de la nueva formación política Podemos, es el portavoz más destacado de quienes aspiran a abrir un nuevo proceso constituyente, esto es, a elaborar una Constitución que reemplace a la actualmente vigente.

Frente a esas dos posiciones extremas, existe una tercera. Frente al inmovilismo y a la ruptura, nos encontramos quienes llevamos años defendiendo la necesidad de reformar la Constitución actual para corregir algunos de sus defectos, hacer frente a problemas como el de la organización territorial o el del gobierno judicial, y, sobre todo, para renovar el necesario consenso político, social y generacional sobre nuestra norma suprema. El PSOE, UPyD, Ciudadanos, Unión Democrática de Cataluña y el nacionalismo vasco moderado se situarían en la senda reformista. Ahora bien, sería un grave error considerarla como una suerte de tercera vía, o posición intermedia o equidistante de las anteriores. El reformismo no es una tercera vía, sino realmente la única vía posible, desde el punto de vista del constitucionalismo democrático, para encauzar el cambio político.

El rechazo a la apertura de un proceso de reforma constitucional se apoya en un argumento que no es consistente: la ausencia de consenso. Es cierto que hoy en día no existe el consenso necesario para llevar a cabo una reforma profunda de la Constitución, pero el consenso tiene que ser el punto de llegada no el de partida. Tampoco en 1977 existía ese consenso. Entonces las posiciones eran respecto a todos los temas muy enfrentadas, pero con espíritu constructivo y con cesiones mutuas, las diferencias fueron superadas y se alumbró una Constitución con cuyos principios y valores, por primera vez en la historia, nos identificamos la inmensa mayoría de españoles. Por otro lado, el inmovilismo se presenta como una actitud de defensa de la Constitución olvidando que en el Estado Constitucional el verdadero instrumento de defensa de la Constitución es precisamente el mecanismo de reforma. La experiencia histórica demuestra que las constituciones que no se reforman perecen.

El inmovilismo no es, por tanto, una alternativa realista a nuestra crisis política e institucional. Y tampoco lo es la destrucción de la Constitución de 1978. Aunque es una posibilidad que, lamentablemente, no puede ser descartada, hay que advertir de los riesgos de esa operación. ¿Para qué abrir un proceso constituyente si ya tenemos una Constitución democrática? España es ya un Estado Constitucional y por lo tanto no tiene ninguna necesidad de una nueva constitución. En un país con un sistema político no democrático tiene sentido defender la apertura de un proceso constituyente para poner fin a la dictadura y alumbrar una constitución. Por el contrario, en un Estado democrático como el nuestro, un proceso constituyente sólo puede causar temor puesto que, como proceso no regulado por el derecho y en el que todo puede ser decidido, ninguna garantía existe de que vaya a desembocar en otro Estado democrático. Un proceso constituyente no deja de ser un proceso revolucionario y, por definición, desestabilizador. Desde esa óptica, lejos de resolver nuestros problemas, los agravaría.

Frente a los riesgos inherentes a la apertura de un proceso constituyente –que según las encuestas la mayoría de los ciudadanos rechaza– la reforma constitucional como operación materialmente limitada (puesto que no todo es reformable: los principios y valores del Estado de Derecho y de la democracia parlamentaria no pueden ser en ningún caso suprimidos) y llevada a cabo según los procedimientos formales establecidos, es el único camino por el que pueden y deben encauzarse los cambios políticos de nuestro futuro inmediato.

El discurso inmovilista sólo ha servido para potenciar los planteamientos rupturistas. Pero los españoles no estamos obligados a optar entre el inmovilismo y la ruptura. La verdadera alternativa, –y en ella nos jugamos nuestro futuro– es la de «reforma» o «ruptura» constitucionales.

JAVIER TAJADURA TEJADA, EL CORREO – 23/02/15