Desde el momento en que se abrieron las urnas de abril, EL MUNDO ha venido reclamando el entendimiento entre las fuerzas constitucionalistas para garantizar por fin un horizonte estable para España, tras años de parálisis legislativa. Entendimiento que Sánchez no solo ha rehuido, sino que se ha preocupado de obstaculizar pactando sistemáticamente con el populismo y el nacionalismo –incluyendo su peor versión: los testaferros políticos de ETA en Navarra y el partido de Puigdemont en Barcelona– a cambio de acumular más poder territorial. Su calculada pasividad pretendía seguir el guion de Rajoy en 2016 con el único objetivo de mejorar sus resultados y perjudicar a sus rivales, sin reparar en que la repetición entonces fue una novedad –hoy solo agrava la desafección– y olvidando que Sánchez sí dispone de fórmulas de gobernabilidad.
En 2016 y en 2019 el culpable del bloqueo es el mismo político. El hombre del no es no. Si entonces se negó a abstenerse ante el único candidato que podía gobernar –y su cerrazón le costó al PSOE una implosión traumática–, ahora que es el único candidato que puede gobernar sigue negándose a acordar ninguna contrapartida con nadie para ser investido. Hoy tendrá que explicarle al Rey que, teniendo una oferta de sus socios de censura y otra del centroderecha, se niega a explorarlas porque prefiere abocar a los españoles a las urnas en la convicción de que saldrá fortalecido. Pero todos los sondeos auguran que seguirá dependiendo de los demás. Lo seguro, de ir a las urnas, es la prolongación del bloqueo y la intensificación por tanto del deterioro institucional y económico.
Nos preguntamos si tiene Sánchez algún plan al margen del deseo o la fantasía de gobernar sin comprometerse a nada con nadie. Y si lo tiene, por qué sigue jugando con los votantes escamoteándoles su proyecto para España, al margen de la mera ocupación del poder.