Un joven de 40

GABRIEL ALBIAC – ABC – 03/03/16

· Puede que no seamos un país de genios. Pero ni el menos sabio se merece ser representado por un tipo que dice tales tonterías.

Al inicio de su intervención, el candidato Pedro Sánchez invocó a «los jóvenes de cuarenta años». Debió de ser un autohomenaje. Y yo lo entiendo: el narcisismo es la herida de los débiles. En este caso, el autohomenaje era certero: la edad mental del candidato no es la de un hombre adulto; ni siquiera, en rigor, la de un «joven»; hablar de pensamiento adolescente sería generoso.

En eso, al menos, no mintió el señor Sánchez. Ni engañó a todos aquellos –ciudadanos, diputados, Rey…– a los cuales le acusó Rajoy de tomar el pelo. No mintió. Se quedó corto: el bagaje de conocimientos de este cuadragenario no llega, desde luego, a los dieciocho años que la ley reconoce como edad adulta. Da vergüenza, si se quiere. Pero así son las cosas. Estamos bajo la amenaza de ser gobernados por una panda de criaturas de patio de colegio. No es nuevo. Sucedió ya con el gobierno de un alucinado, que fue aupado al poder por el más terrible de los atentados yihadistas en España. Con lo que aquí hemos visto, ya nada nos asombra. Zapatero fue un infantilista fúnebre para la supervivencia material y moral de los españoles. Pero podía uno retorcerse de la risa con sus cursis bobaditas. Sánchez, igual de infantil, es además aburrido.

¿Cuándo se es de verdad adulto en una sociedad moderna, en la nuestra, por ejemplo? Administrativamente, a los dieciocho. Moral, esto es, intelectivamente, se es adulto cuando se alcanza la plenitud de plegar voluntades, anhelos y deseos propios al dictamen implacable del conocimiento. Un niño –aunque sea un niño «de cuarenta años»– fantaseará con que el capricho de su despótico deseo pueda conseguir que su salto desde la azotea paterna genere el grácil vuelo de gaviota que tanto le place. Un adulto calculará la contundencia del impacto sobre el asfalto y sus consecuencias. Y actuará en función de una aritmética, más o menos compleja, de costes y beneficios. Y, llegado el momento, establecerá con esas determinaciones la posibilidad de construir artefactos que reduzcan lo letal del impacto.

Sánchez expuso la exigencia de un capricho. No de un capricho medianamente elaborado: de «joven de cuarenta años». No, no un capricho. Una rabieta. Que ni siquiera se encubría bajo la red de verbalizaciones que camuflan, en los grandes embaucadores, la ausencia de un concepto. Daba pena. No por él: la estulticia personal es perdonable, lo es el infantilismo; eso son sólo patologías de la psique. Algunas, hasta tienen cura: bastan un poco de biblioteca o unas sencillas sesiones con un buen terapeuta. Daba pena. Por nosotros. Por un país cuyos representantes parlamentarios dan este nivel. Puede que no seamos un país de genios. Pero ni el menos sabio se merece ser representado por un tipo que dice tales tonterías.

Tonterías. De «joven de cuarenta años», que ni siquiera se avergüenza de negarse la posibilidad de llegar a ser adulto. Con un contrincante así, un político sin más, normal, como Rajoy, lo tenía muy fácil. Lo destrozó en diez minutos. Pero destrozar así a un «joven de cuarenta» con edad mental de trece, que entona fervorosas cantinelas para «sacar del infierno» a España «la semana que viene», de la mano de los asalariados de Irán y Chávez que tan profundamente lo desprecian, no es algo que otorgue gloria. A nadie. Ni siquiera a aquel que está obligado a hacerlo. Y debe hacerlo. No fue un debate; fue una carnicería. Todo resultó un espejo. Sombrío y excesivo. De España.

Sánchez es ya un «joven» juguete roto. ¿Iglesias? En el parvulario.

GABRIEL ALBIAC – ABC – 03/03/16