Toma de posesión del nuevo Gobierno./efe

Cada nuevo Gobierno, propóngaselo o no, deja una nueva marca en la historia. Grande o pequeña, para bien o para mal. Las circunstancias cambian tanto como las demandas, y a ambas ha de acomodarse la acción gubernamental. Si miramos hacia atrás, a cada Ejecutivo de la reciente democracia podríamos asignarle una nota que lo caracteriza. Sin embargo, la innovación no ha solido ser propósito deliberado. Muchas cosas surgen por necesidad o casualidad, sin que nadie las haya programado. También para los Gobiernos. A los nuevos problemas se les da soluciones nuevas.

Este Gobierno de coalición progresista ha puesto, en cambio, su razón de ser en la innovación. Ya antes de su constitución le gustó declararse «histórico». Y en verdad lo era en cuanto a su composición. Pero con anterioridad ya se había declarado también histórica la trayectoria de su presidente. Ningún otro como él se había hecho con las riendas de su partido tras haber renunciado, por la presión de sus pares, a la dirección. Tampoco había otro que hubiera accedido a la presidencia del Gobierno por medio de una moción de censura o incluso protagonizado tantas investiduras fallidas. La novedad era, pues, el aura que adornaba la frente del presidente e invitaba a hacerla lema de su andadura. Por ella habría de explicarse la acción de su Gobierno.

Lo insólito, lo que no había ocurrido antes en la historia, pasaba así, mediante un imperceptible deslizamiento semántico, de referente del pasado a promesa del futuro. De ahí el adanismo que caracteriza la actuación de este Gobierno y la personalidad de su presidente. Como si la constitución del Gobierno hubiera sido un evento fundante de una nueva era, que, olvidados los criterios del pasado, se regiría por pautas totalmente novedosas. Vislumbres de la nueva era estamos atisbándolos en no pocas decisiones. Su característica es la desfachatez con que se adoptan y presentan. Como si lo que ahora se hace sin haberse nunca hecho no precisara de explicación para entenderse. Y es que la explicación se encuentra precisamente en lo epatante de la decisión, pues es eso, lo sorprendente y asombroso, lo que acapara la atención y la centra en la novedosa realidad creada.

Así, igual da la innovadora creación de cuatro vicepresidencias o de veintidós ministerios que la sorprendente concentración de poder en una figura que, ajena al Consejo de Ministros, escapa al control directo del Congreso. Y lo mismo vale para la insólita separación de las hasta ahora inseparables competencias de Universidades e Investigación que para el caprichoso traslado del Consejo de Ministros del viernes al martes como si la cadencia semanal condicionara la agenda. O, más significativo aún, para la rupturista preferencia por las derogaciones en vez de por las reformas. Por no citar la quiebra de la neutralidad gubernativa en el nombramiento del Director del CIS o de la apariencia de imparcialidad en el de la Fiscal General del Estado. El asombro que causa cada una de estas novedades deslumbra la mente y la ciega en la búsqueda de ulteriores explicaciones. En la sorpresa está la explicación.

Cómo pueda esto resultar aceptable tiene que ver con la inmadurez de nuestra democracia. Tan joven es, que no se han creado en ella lo que en otras más arraigadas se denominan «convenciones constitucionales» y que contribuyen a llenar los resquicios que las leyes dejan. Aquí, la legalidad hace, por sí misma, políticamente asumible cada decisión, sin que quepa apelación, para cuestionarla, a las convenciones que, en otros países, se han erigido en normas del comportamiento político. Hace bien poco se apeló en Westminster a un precedente del siglo XVII para justificar una controvertida decisión del speaker. Nadie rechistó. Aquí sería una extravagancia. Mientras la ley no lo prohíba, cabe hacer y deshacer a capricho. Se abre así paso a la arbitrariedad y al autoritarismo.

Pero no alarmarse. Todo quedará en nada. El evento fundante que se pretende haber instituido irá disolviéndose en lo más vulgar del pasado. Y es que, en este país, si no convenciones constitucionales, sí han arraigado otros usos y costumbres que rigen la acción política. El primero es que todos los partidos, sin excepción, han cometido y seguirán cometiendo los mismos desmanes. Y el segundo, que no queda político que no se haya desdicho de lo que dijo. Nada hace pensar que no vaya a seguir siendo así en el futuro. Y, por cierto, el título del artículo es cita literal del Libro del Apocalipsis, ahora que tanto ha sonado este término.